Signum et Symbolum


 

Dormían, el fuego entre ellos, la nudosa lanza entre las manos, aún más rudas que la madera seca. El cansancio fue excusa para la paz, el fuego la firma de una alianza. Ambos cazaban cuando la tormenta les dio encuentro.

No compartían fe ni voces, sólo el frío, un famélico temor y la certeza de que lo que en su voluntad era la presa, se había vuelto capaz de invertir los finales. Buscaron refugio en las vísceras de la montaña, procurando no mirarse. Aun así, al cazador-de-más-allá-del-río le resultó imposible no reparar en los cuatro surcos paralelos color azafranado que horadaban el pecho del Otro; con cierta reverencia comprendió que ya había padecido al dios y que lo que apuraba era a su propio destino. Tomó algo de leña seca y hábilmente le ofreció lumbre: se sentaron frente a frente unidos por la resignación de quienes saben que habrán de compartir la misma muerte. Afuera el rayo y la lluvia se confundían con recuerdos y temores que no podían contarse ni aunque lo hubieran querido.

Horas más tarde, cuando sólo algunas ascuas atestiguaban su sueño, la roca susurró le susurró al oído que el dios también había entrado en la caverna. Sus pies etéreos, sus garras crueles anunciaban su presencia. El cazador-de-más-allá-del-río se movió oscuro entre la silenciosa sombra. Confió en que el viento que afinaba la roca ocultara su torpe avance hacia el Otro. Con cautela le tocó el hombro, listo para saltar si su lanza era más rápida que su comprensión. No hizo falta. El Otro sólo abrió los ojos inquisitivos y desconfiados. Claramente no escuchaba los aterciopelados pasos de su hora aproximándose. Por un momento, el cazador-de-más-allá-del-río quiso que entre los dos mediara algún sonido común. Impotente, señaló su oído varias veces. El Otro no lo veía o era como si no lo viese. El dios cada vez era más cerca. Exasperado, abalanzó la mano hacia el pecho donde la sangrienta escritura delineaba las fronteras de un dolor lejano e inmediato a la vez. El otro lo rechazó bruscamente, quizás pensando que trataba de lastimarlo o robarle, quizás sorprendido por la repentina ruptura del espacio entre sus dos verdades.

Comenzó a pensar. Levantó la mano con lentitud y tomó su propia lanza. El otro se agitó, incómodo y alerta. Rápidamente, lo tranquilizó enseñándole las palmas, implorándole paciencia. Acercó la punta a la roca que anunciaba, ahora claramente, la flamígera presencia. Pensó en los colmillos, en la piel trisada de crepusculares abismos y riscos insondables, en el líquido perfil de aquel andar, cada vez más próximo, cada vez más inminente, cada vez más propio, a medida que sus tiempos se despeñaban hacia esa encrucijada en la que los viajes encuentran su motivo. Pensó. Pensó en los pies etéreos, las garras crueles. Pensó. Sobre el suelo,  ayudado por el brillo de los últimos rescoldos y el aserrado extremo de su arma, trazó lenta y solemnemente cuatro líneas paralelas y profundas. Luego volvió a acercar su mano al pecho del otro, deteniéndose a centímetros de su arada piel.

Un destello. Luz. Las pupilas que de repente devolvían el resplandor del rayo. La ávida mano aferrándose a lanza, ahora más cayado y menos miedo. Ambos se pusieron de pie sigilosamente, lado a lado, mirando hacia la boca abierta de la tierra, buscando entre su pétrea dentadura al dios que los contemplaba, plácido e indiferente, como aguardando a que fuesen dignos de su herida.  Ambos, ahora sí, creyeron escuchar el latido del otro en la penumbra  (quizás el suyo propio, no importaba), llamando como altivos tambores de batalla.

Un destello. Luz. Pasos apresurados. El rayo o el rugido. Luego, olvido. O casi.

Sobre la roca, bajo la sangre, frente a un fuego moribundo, se erigían, más eternas ahora que las mismas raíces de aquella montaña que las sostenía, cuatro rayas paralelas con la que el hombre, sin saberlo ni importarle, había inaugurado la Historia.

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