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El que combate de lejos

  Conoció la guerra por las cartas de su padre; no lo guío la lanza ni lo bautizó la sangre. Aguardó su retorno con infantil renuencia. Auroras, vigilias, semanas, meses, años, hasta que la espera los tornó un solo día inerte, dilatado de variaciones irrelevantes. Al final, súbditos y esclavos dejaron de serlo: su madre guardó luto hasta que la ciudad le demandó marido. Feliz fue la boda; austero el matrimonio. El hijo continuó escrutando el horizonte, como quien lee una línea que no entiende, hasta que su vista comenzó a confundir la vela con la nube. La edad encalló antes que su padre. En la inútil guardia, lo acompañó únicamente un perro. Cuando este murió, se le hizo evidente que el Tiempo no aguarda por los hombres, aunque sólo a través suyo es que persiste. Entonces, comprendió que la memoria sólo le sería tan fiel como aquel can. O como su cenicienta vista. Toda agua requiere de algo que la encauce. Aprendió a frecuentar la poesía. Fervorosamente, se avocó a entrelazar los e

Signum et Symbolum

  Dormían, el fuego entre ellos, la nudosa lanza entre las manos, aún más rudas que la madera seca. El cansancio fue excusa para la paz, el fuego la firma de una alianza. Ambos cazaban cuando la tormenta les dio encuentro. No compartían fe ni voces, sólo el frío, un famélico temor y la certeza de que lo que en su voluntad era la presa, se había vuelto capaz de invertir los finales. Buscaron refugio en las vísceras de la montaña, procurando no mirarse. Aun así, al cazador-de-más-allá-del-río le resultó imposible no reparar en los cuatro surcos paralelos color azafranado que horadaban el pecho del Otro; con cierta reverencia comprendió que ya había padecido al dios y que lo que apuraba era a su propio destino. Tomó algo de leña seca y hábilmente le ofreció lumbre: se sentaron frente a frente unidos por la resignación de quienes saben que habrán de compartir la misma muerte. Afuera el rayo y la lluvia se confundían con recuerdos y temores que no podían contarse ni aunque lo hubieran