El que combate de lejos
Conoció la guerra por las cartas de su padre; no lo guío la lanza ni lo bautizó la sangre. Aguardó su retorno con infantil renuencia. Auroras, vigilias, semanas, meses, años, hasta que la espera los tornó un solo día inerte, dilatado de variaciones irrelevantes. Al final, súbditos y esclavos dejaron de serlo: su madre guardó luto hasta que la ciudad le demandó marido. Feliz fue la boda; austero el matrimonio. El hijo continuó escrutando el horizonte, como quien lee una línea que no entiende, hasta que su vista comenzó a confundir la vela con la nube. La edad encalló antes que su padre. En la inútil guardia, lo acompañó únicamente un perro. Cuando este murió, se le hizo evidente que el Tiempo no aguarda por los hombres, aunque sólo a través suyo es que persiste. Entonces, comprendió que la memoria sólo le sería tan fiel como aquel can. O como su cenicienta vista. Toda agua requiere de algo que la encauce. Aprendió a frecuentar la poesía. Fervorosamente, se avocó a entrelazar los e