El que combate de lejos

 

Conoció la guerra por las cartas de su padre; no lo guío la lanza ni lo bautizó la sangre. Aguardó su retorno con infantil renuencia. Auroras, vigilias, semanas, meses, años, hasta que la espera los tornó un solo día inerte, dilatado de variaciones irrelevantes. Al final, súbditos y esclavos dejaron de serlo: su madre guardó luto hasta que la ciudad le demandó marido. Feliz fue la boda; austero el matrimonio. El hijo continuó escrutando el horizonte, como quien lee una línea que no entiende, hasta que su vista comenzó a confundir la vela con la nube. La edad encalló antes que su padre. En la inútil guardia, lo acompañó únicamente un perro. Cuando este murió, se le hizo evidente que el Tiempo no aguarda por los hombres, aunque sólo a través suyo es que persiste. Entonces, comprendió que la memoria sólo le sería tan fiel como aquel can. O como su cenicienta vista. Toda agua requiere de algo que la encauce. Aprendió a frecuentar la poesía.

Fervorosamente, se avocó a entrelazar los episodios de aquella guerra unánime que tantas glorias imputó a su pueblo. Comenzó a declamarlos en el ágora y el puerto a un público cada vez más voluntario. Los cantos fueron alabados y repetidos hasta rebasarle: décadas más tarde, durante una visita al continente, querrían agasajarlo recitándolos. Cuando su anfitrión lo descubrió meciendo los labios, acunando las palabras que el ahora otro rapsoda declamaba, le preguntó si acaso ya había oído aquel poema. Supo, con resignada alegría, que la inmortalidad prescinde de sus artífices y que la realidad no es condición de la historia. Los lechosos ojos aún servían para llorar.

Dueño de esta sencilla alquimia, avocó sus últimos años a componer el retorno de su padre. Desparramó el océano de islas y sembró una senda entre las olas. Su padre hallaría el camino a través de las palabras; la cítara lo absolvería del embrujo de sirenas y de hechicera, del capricho tempestuoso de los dioses, de la voracidad de las aguas y sus frondosos verdugos. 

Al llegar a su tierra descubriría que aquel reino lo había absuelto del recuerdo. Agradecería, con cierta sorpresa, la íntima dignidad de aún ser nadie. Caminaría a través de las calles con impunidad de extranjero. Reconocería adoquines y erosionadas esquinas, respirado la fresca sal que el aire marino esparce entre muros y puertas familiares. Sin darse cuenta, arribaría al hogar. Sólo su hijo y un perro lo sabrían a pesar de cómo el viaje lo había ungido. Juntos urdirían un plan, matarían a quienes pretendían adueñarse de su trono y de su lecho, reclamando a la vez, palacio, estirpe, amor y nombre. Tras esto, aquella misma noche, celebrarían un banquete como los que el hijo atesoraba en la memoria; y este, con sus ojos nuevamente jóvenes y diáfanos, contemplaría en silencio a través del eufórico tumulto, cómo los encallecidos dedos paternos acariciaban las manos de su madre con la indómita serenidad de las mareas.

Cuando el poema se separó de él; Telémaco, prófugo príncipe de Ítaca, hijo de Odiseo, varón de multiforme ingenio, y Penélope, insigne en prudencia, selló los turbios ojos. Por aquel entonces, ya nadie recordaba su cuna y sólo lo llamaban "el ciego". Hómēros, en lengua de sus versos.

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